domingo, 21 de enero de 2007

Entierros en el cielo


ABC.es
PABLO M. DÍEZ
En la elevada región del Tíbet, donde sus habitantes viven más cerca del cielo que del suelo, también mueren más cerca de las nubes que de la tierra. Por eso, a los tibetanos les aguarda un singular ritual funerario: el entierro en el cielo. Cerca del monasterio de Sera, a las afueras de Lhasa, se llevan a cabo dichos oficios fúnebres, uno de los cuales ha sido presenciado a cierta distancia por D7 porque está prohibido que los extranjeros y curiosos asistan sin invitación.
Antes de que amanezca, pasadas las siete de la mañana, y oculta todavía por las sombras de la noche, una camioneta sortea a duras penas los baches del camino de tierra que conduce hasta el templo donde se va a celebrar el funeral. En la descubierta parte trasera se balancea el cuerpo del difunto, envuelto en ropas blancas. Han pasado ya tres días desde que pereció y, según marcan los principios religiosos del budismo tibetano, los cantos de los lamas —que recitan pasajes del «Libro de los Muertos»— habrán ayudado al alma del finado a avanzar por los 49 niveles del «bardo», el estado intermedio que sigue al fallecimiento y precede a una nueva reencarnación en la rueda de la vida.
Pero lo que le espera al cadáver al final del pedregoso sendero dista de parecerse, al menos para la mentalidad occidental, a una existencia mejor. Calentándose al abrigo de una hoguera, un hombre hosco y silencioso termina de afilar un enorme cuchillo de carnicero. Con tal herramienta, y ayudándose de un hacha y un mazo, se dispone a descuartizar el cuerpo para ofrecerlo a la bandada de buitres que, con las primeras luces del día, ya vuelan sobre su cabeza dibujando círculos concéntricos mientras esperan su macabro desayuno.
En esta zona del mundo situada a más de 3.000 metros de altitud, tan atroz tipo de enterramiento se ha convertido en la forma más extendida de despedir a los muertos por una simple cuestión de necesidad. Con un suelo demasiado rocoso para ser cavado y una vegetación tan escasa que impide derrochar la madera de los árboles incinerando los cadáveres, la alternativa funeraria consiste en recurrir a otro de los elementos básicos de la vida junto a la tierra y el fuego: el aire.
Bien podía haber sido, como en los vecinos Nepal e India, el agua, pero los tibetanos —al contrario que los hinduistas— nunca han querido ensuciar sus ríos con los cuerpos de sus difuntos. Por eso, y a excepción de los lamas, los menores de 18 años, las mujeres embarazadas y los fallecidos por enfermedades infecciosas o accidentes, la mayoría de la población es enterrada en el cielo.
La familia deposita al finado en posición fetal -—tal y como vino al mundo— sobre una roca o «durtro», el osario donde el descuartizador desmembrará el cadáver. Como los tibetanos creen que el cuerpo es sólo un recipiente vacío para el alma, no tienen inconveniente en destruirlo totalmente una vez que aquella emprende su migración hacia otra reencarnación, que será mejor o peor dependiendo del «karma» que haya tenido en vida.
Sereno descuartizamiento
Además, este sistema servirá para alimentar a los buitres, que se llevarán el alma a los cielos al ser considerados «daikinis» o ángeles que bailan entre las nubes. Bajo la atenta mirada de los parientes del difunto, que contemplan la sobrecogedora escena con pasmosa serenidad, el descuartizador corta con destreza los miembros del cadáver y utiliza un mazo para triturar los huesos, cuyas astillas son mezcladas con una harina llamada «tsampa».
En cuanto el cuerpo es reducido a una masa informe de vísceras, músculos y carne ensangrentada, los parientes dejan de agitar los bastones con los que ahuyentaban a los buitres y la bandada se precipita al instante sobre la roca, enclavada en la orilla de un riachuelo.
Impertérritos, los familiares no dejan de contemplar el ritual ni siquiera cuando las aves carroñeras están devorando los restos, a pesar de que los buitres extienden sus alas de hasta dos metros e introducen sus peladas cabezas hasta el fondo de los órganos humanos en busca del bocado más suculento.
En menos de media hora, los animales concluyen el festín. Como demuestran sus abultadas panzas, los buitres están tan saciados que no pueden remontar el vuelo, por lo que se abren paso andando entre los familiares para ascender a una colina cercana donde reposar y hacer la digestión.
Sobre la roca ya sólo queda un rastro de sangre y los ropajes que envolvían al difunto, que ha sido enterrado en el cielo.

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